SUBRAYAR LIBROS

Los libros están hechos de frases, obvio, que son como los ladrillos de la construcción, y del mismo modo que es difícil reparar en la hermosura de un ladrillo, las frases, cuando leemos, pasan relativamente inadvertidas, arrastradas por el flujo del discurso, como debe ser. El detenerse demasiado en una frase es signo de inmadurez; lo que importa en un libro es el conjunto, el edificio verbal, no sus componentes Y sin embargo es costumbre bastante difusa subrayar libros. El subrayado desmiente el edificio y realza el ladrillo, el humilde tabique comprimido entre mil tabiques idénticos; es una suerte de operación de rescate, como si cada subrayado dijera: salven esta frase de las garras del libro, liberen esta joya del pantano que la rodea. Es bien sabido que, quien empieza a subrayar, no puede detenerse; los subrayados se multiplican, una plaga se apodera del libro, surge otro libro en su interior, una república autónoma. El subrayado piensa: «Si subrayé aquella frase, ¿cómo no voy a subrayar ésta, y esta otra, y también aquella?». El subrayador se vuelve un segundo autor del libro, extrae de éste el libro que él hubiera querido escribir, entra en franca controversia con el libro que lee, al que somete a una implacable cacería de frases subrayables. Un día tuve que pedir un libro mío en una biblioteca universitaria para verificar un dato. Descubrí que el ejemplar estaba profusamente subrayado. La cosa me halagó, por supuesto, pues los subrayados son la evidencia de una lectura acuciosa y apasionada. Muy pronto, sin embrago, me invadió una sensación ambigua que se tornó francamente fastidiosa. No estaba de acuerdo con los subrayados. Mi anónimo lector había pasado por alto pasajes que me parecían muy remarcables y resaltado en cambio líneas meramente operativas, inertes. Me hallé en pugna con mi propio libro, trazando mentalmente mis propios subrayados, sacándole a mi libro otro libro, aquel que hubiera querido escribir y que, sólo ahora me daba cuenta, había escrito a medias.

Fabio Morábito.

No estoy muy acostumbrada a subrayar libros. Como mucho, leo y tomo una hoja para hacer anotaciones sobre aquello que me alcanza especialmente, que me sorprende, que desconozco, que me hace pensar, que me inspira. Me enseñaron desde muy pequeña que los libros había que cuidarlos, incluso adopté la costumbre de forrarlos, como lo hacíamos con los libros de clase. Sin embargo, sentía algo especial cuando llegaba a mis manos algún libro subrayado, o con alguna anotación al margen. Esos libros de segunda mano que quizás sus dueños ya olvidaron, o que quisieron compartir. El libro es para mí un tesoro. Un mundo mágico encerrado en unas páginas que acariciar, que sostener, a las que aferrarte. Y subrayarlo, comentarlo, poner parte de ti en él siempre me ha parecido fascinante. No sé si es tarde para iniciarme en tal costumbre, pero, si fuera el autor de algún libro, como Fabio Morábito, y encontrara un día cualquiera mi obra personalizada, saboreada, «evidencia de una lectura acuciosa y apasionada», sentiría que, en verdad, el proceso de creación, vale la pena.

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