En qué aurora he de buscarte, qué silencio ha de acercarme a ese misterio que encierras, que tantas veces te entierra y que me impide alcanzarte.
En qué atardecer perdimos las caricias, nuestros mimos, la risa que desertaba —y que siempre nos aislaba— de realidades y ruidos.
Es ahora un nuevo inicio otro tiempo, otro sitio que me permite abrazarte, oír tu risa, mirarte, poner a cero el contador… que me devuelve al principio.
Callar puede ser una música, una melodía diferente, que se borda con hilos de ausencia sobre el revés de un extraño tejido. La imaginación es la verdadera historia del mundo. La luz presiona hacia abajo. La vida se derrama de pronto por un hilo suelto. Callar puede ser una música o también el vacío ya que hablar es taparlo. O callar puede ser tal vez la música del vacío.
Es mi alma lluvia incontenible, una herida que se derrama, un latido desacompasado, un temblor, un grito.
Estoy herida y culpable, es mi interior invierno, inhóspita y arrasada; soy catástrofe y desaliento y sin embargo estás tú, todo calor, todo confianza y calma, todo bondad y paciencia.
Nunca conseguí ajustarme a tu paso consonante, pero, aun así, me aceptaste, y con todo hoy somos más diferentes que nunca, porque soy tormenta frente a tu calma, porque soy dolor frente a tu amor, porque te vas y yo… te veo partir.
¡Ay, esos viejos zapatos! Se amoldaban a mis pies guardándome del camino, apurándome ruidosos si me notaban vencido.
Y un buen día, una tarde, a la orilla me acerqué, el agua no estaba fría y al final, me descalcé.
Los dejé desordenados como el resto de mi vida, los miré —estáis cansados—, les regale mi sonrisa y sin volver la mirada sentí una profunda paz, el agua calaba mi alma y allí me quise quedar entre su arena y sus algas.
Fueron los últimos pasos que conseguí dar descalzo, porque abandoné en la orilla aquellos viejos zapatos.