¡Ay, esos viejos zapatos! Se amoldaban a mis pies guardándome del camino, apurándome ruidosos si me notaban vencido.
Y un buen día, una tarde, a la orilla me acerqué, el agua no estaba fría y al final, me descalcé.
Los dejé desordenados como el resto de mi vida, los miré —estáis cansados—, les regale mi sonrisa y sin volver la mirada sentí una profunda paz, el agua calaba mi alma y allí me quise quedar entre su arena y sus algas.
Fueron los últimos pasos que conseguí dar descalzo, porque abandoné en la orilla aquellos viejos zapatos.