Hay días que descubro que aún con el transcurrir de los años tengo una inexplicable capacidad casi infantil de sorprenderme. No es que me halle cerca de una edad tan confiada y fresca, es más, encaro ya esa estación otoñal que parece, muchas veces, sinónimo de letargo y recogimiento que sin embargo, para mí, no sé bien si por todo lo que tiene que ver con el cambio climático en el que nos vemos inmersos o más bien por el cambio personal que me ha sobrevenido tras una tormenta -ni más desastrosa ni más grave que las que se soportan a lo largo del camino de cada uno- me hace vivir este tiempo como una primavera inesperada, con ese desbarajuste y anarquía que la suele caracterizar.
Mis sentidos se saturan: mi pulso corre como un frenético torrente empujado por el deshielo de un largo invierno, mi ánimo cambia con la velocidad de nubes empujadas bien por masas polares unas veces, ráfagas más cálidas animadas por ese aumento de luz solar otras, o ahogándose por repentinas y abundantes lluvias propias de esa estación, de esa etapa.
Y en esta agitación espiritual, personal o anímica descubro, en este paseo por mi tiempo, que aún soy capaz de emocionarme al pensar en embarcarme en nuevas aventuras, o en lanzarme a perseguir sueños que todavía no se han dormido, o a creer, esta vez sí, con esa incomprensible fe confiada y fresca de la infancia, que todo es posible cuando uno tiene ilusión y ganas. Eso sí, hay que contar con la habilidad que nos dan los años para aprender que los muros que no se pueden saltar bien pueden rodearse o quizá, con paciencia, desmontarlos.