Me siento diferente, pero no ajena al paisaje que contemplo. En lo que mi vista alcanza, tengo en el centro un terroso camino salpicado de espejos que la lluvia ha abandonado a su paso creando figuras geométricas diluidas e incluso ha ido rellenando las huellas de aquella mujer de lento caminar tras un día de afanoso trabajo en los campos.
El atardecer proyecta, entre la vereda de árboles que bordean la orilla derecha del camino, una nebulosa luz crepuscular que envuelve la imagen con un misterioso halo, convirtiéndolo en fantástico espectáculo en el que las copas de los árboles semejan cabelleras inclinadas al paso del viento, mirando en línea hacia los tiempos por venir; a la izquierda, verdes campos de altas hierbas enredadas entre sí formando una espesura compacta que expele frescura sobre el camino.
En el horizonte, una sombra elevada rompe lo vertical de la perspectiva y se pierde junto a un sol que arroja, cansado, como apoyado en ella, el fruto de sus últimos esfuerzos para mantener la luz diurna dentro de un creciente mar de nubes que salpican un cielo que va cerrándose.
Puedo ver, apoyado en uno de los robustos árboles unos pasos más adelantado a mí, el cuerpo lánguido de un hombre; quizá descanse, quizá disfrute de esta espectacular obra de arte, quizá tan solo espere la llegada de alguien con quien compartir el resto del camino.
Desearía estar dentro de este cuadro, no ser una mera espectadora de una realidad ficticia. Hay momentos en que la realidad y la ficción se desdibujan, entremezclando sus contornos.