La espera es como una puerta cerrada que miramos expectantes. En la que se estrellan los minutos prendidos de un pomo que esperamos ver girar franqueando el paso a nuestra esperanza, a nuestros anhelos.
Y en ese tiempo desértico se amontonan a nuestro alrededor las hojas caídas del calendario. Maleza marchita que va apagando nuestros pasos. Todo parece detenerse cuando uno espera y cada segundo se dilata —elástico— poniendo a prueba el valor de quien confía.
Pero una puerta es una puerta y al final… siempre acaba abriéndose. Aunque por esa misma condición, después, vuelva a cerrarse.
Y entre puerta y puerta, fuimos dos esperas enfrentadas, dos buscadores, un cúmulo de sueños perdidos. Conteníamos toda la intensidad que se amontona en la imposibilidad de compartir. Y se cruzaron los caminos, e intercambiamos las cargas, yo tomé la tuya y tú, me despojaste de la mía.
Si miro en los mapas de mi viaje, en ese momento dejé de ser. Dejé de ser mi día a día, dejé de ser la rutina y el poso de lo que va quedando. Puedo lanzar mi mirada hacia la lejanía y vislumbrarme, en mi hoy, en una escena distinta —¿siendo lo que siempre quise ser?—. Y te encuentro frente a mí. En el mismo itinerario. Esperándome. Tendida tu mano que, ahora, completa la mía.